viernes, 8 de mayo de 2009

EL CAFÉ DE DON ERNESTO




Don Ernesto era un hombre tranquilo. Muy tranquilo. Adoraba la serenidad, la paz y el silencio. Le costaba mucho aguantar el ajetreo de la vida moderna, los coches , los ruidos, la continuación, los niños, los adolescentes, las mujeres histéricas y los perros. Por eso, después de cumplir religiosamente con sus ocho horas de trabajo, Don Ernesto volvía a su piso. Su océano de paz como lo definía él. Vivía en un ático en el barrio de Sants. La altura le permitía disfrutar de una paz relativa.

En su balcón, había macetas de geranios y un rosal subía por la pared. El piso era pequeño, meticulosamente limpio y ordenado. Y silencioso. A Don Ernesto, le encantaba ir cada día a tomar un buen café de Brasil antes de empezar su jornada. Era un ritual de muchos años, el placer de su día. Un buen café. En paz. A las ocho en punto. En silencio. Todo iba bien, hasta que un día, en el bar de toda la vida, notó que había más ruido y más gente que de costumbre:

-¿Mario, qué pasa? ¿Por qué hay tanta gente hoy?

-Es la wi-fi, Don Ernesto.

-¿La qué?

-La wi-fi, Don Ernesto. Internet. La gente viene porque tienen conexión a Internet.

A partir de este día, Don Ernesto decidió cambair de bar. El caféno tenía elmismo sabor con wi-fi.Quería su café en paz.
Al lado de la oficina, había un Starbuck coffee donde Don Ernesto pidió un café después de hundirse en uno de los sillones enormes e incómodos. Estaba rodeado de ejecutivos jóvenes, todos iban con un ordenador portátil.

-Otra vez la wi—fi, murmuró Don Ernesto, irritado.

El día siguiente, probó suerte en la granja de una prima suya.

-Josefina, por favor, un cortado.
Josefina le sirvió un café excelente y caliente.
Con wi-fi.
Toda la semana, Don Ernesto intentó encontrar un local que sirve café sin wi-fi. Sin conexión. Sin Internet. Pero fue imposible. Don Ernesto estaba desesperado. El café de las ocho era su momento ,nadie se lo podía quitar. Se entristeció, se enrabió. Cayó enfermo. Cuando se recuperó, se despidió de la oficina, del ático, cogió los ahorros y se fue.

Cuando Don Ernesto llegó al aeropuerto de Tuomotu, se sitió feliz. La polinesia francesa fue su sueño desde que era un niño. Había coleccionado fotos de todas las islas y tenía un álbum lleno. Ahora iba a vivir en este paraíso los últimos años de su vida. Sin wi-fi. Aquí Internet no existía.
El arquipiélago era magnífico, igual que en el prospecto. En pleno pacífico. No se lo podía creer. 14.872 habitantes y nada de wi-fi.

Don Ernesto vivía feliz, paseaba con un sombrero hecho con las hojas de palmera, disfrutaba del clima tropical. Aprendió a bucear en medio de los arrecifes de la isla de Tuamotu. 26 grados de temperatura los 365 días del año.

Cada día a las ocho:
-Garçon, un café s’il vous plaît !

Cada día, saboreando su café con azúcar pero sin wi-fi.
La vida transcurría, feliz y tranquila bajo los cocoteros y los aromas de vainilla.
Don Ernesto gastaba una broma a los habitantes.

-Pas de wi-fi, n’est-ce-pas?

-Non, non Mr Ernest, pas de wi-fi.

Al cabo de dos años, el café de Don Ernesto cambió de dueño. Se transformó en un ciber-café. Con wi-fi. Don Ernesto se lo tomó con calma, y miró a su mapa dónde quedaba la isla más lejana…

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