viernes, 13 de marzo de 2009

FESTIN DOMINICAL



FESTIN DOMINICAL
Ella le mató y le congeló.

Esto fue el sábado a las 23h58 minutos. Antes de empezar el programa de Buenafuente, este cerdo no le iba a hacer perder su programa favorito. Cuando cerró de un golpe la puerta del congelador, se sirvió una copa de Martini blanco, con una oliva dentro, arregló su pelo (llevaba un brushing de Llongueras) y se sentó cómodamente en el sofá, que por fin sería todo suyo a partir de ahora. Quedaba una bandeja de sushis en la mesa, cogió el de salmón, su preferido y lo mojo en la salsa de soja. Se derrito en su boca.

El día siguiente, Clara se despertó con un ligero dolor de cabeza. Vaya manera de empezar el día del señor, madre mía. Se fue al cuarto de baño y se ducho con agua fría. Empezó a sentirse un poco mejor y se fue directo a la cocina, a la busca y captura de un buen café cargado. Se puso fructosa (era diabética no podía consumir azúcar) y unas gotas de leche. El café la resucito y empezó a sonreír a este maravilloso domingo. Hablando de resucitar, se acordó del cerdo y se fue al congelador: seguía allí fresquito y definitivamente inmóvil. Que mono, pensó ella, no estaba acostumbrada a tanto silencio de parte de él. Siempre hablaba y hablaba sin parar. Era insoportable.

Cerró la puerta con pasmosa serenidad y se preparó para empezar este glorioso día: hoy tocaba, como cada domingo, ir a comer a casa de mama. La madre de Clara era muy conservadora y sus principios sobre la familia eran intocables. Los domingos comemos todos juntitos y punto. Clara sabía que tenía que ir muy arreglada y abrió la puerta de su enorme armario: allí guardaba toda su ropa desde hace diez años, desde que se casó con el cerdo. Eligio un vestido muy femenino de color claro, con estampado de flores que le sentaba muy bien porque ella tenía la piel muy clara. Se miró al espejo con el vestido en la mano y observó detenidamente su cara: era increíblemente guapa y lo sabía, con sus grandes ojos de color miel, y su pelo oscuro largo y ondulado; pero frunció las cejas porque seguía teniendo espinillas en la nariz a pesar de las limpiezas de cutis que le hacía su peluquera Carmen cada lunes por las tardes. Se puso de mal humor, tiró el vestido encima de la cama. Se miró desnuda delante del espejo: no era muy alta pero su cuerpo era casi perfecto: las piernas largas y finas, unos hombros muy bonitos, unos pechos firmes: ¿cómo pudo malgastar este cuerpo con el cerdo? Decidió que era hora de depilarse, no iba a presentarse a casa de su madre en este estado, hasta un oso se asustaría. Se puso la crema encima de las dos piernas, tranquilamente, tomando su tiempo mientras fumaba un cigarrillo y se leía un libro de Virginia Woolf, su escritora favorita, y bebía a sorbitos una copa de Chardonnay.

Se maquilló, se peinó, se perfumó con unas gotas de “Mademoiselle” .Al cerdo no le gustaba, demasiado fuerte, decía él. Necio.
Tenía mucho que hacer esta mañana, así que se puso en marcha.

Antes de llegar a casa de su madre, compró un precioso ramo de flores y unos quesos franceses que su ella adoraba:, un Cabral , un Saint Albray, dos Reblochon y un brie, que se podría combinar perfectamente con una compota de manzana. La mezcla salado dulce siempre le había parecido el colmo del buen gusto gastronómico. Su madre aprobaba esta elección, como gourmet que era. Compró un poco de foie-gras, no iba a reparar en gastos para la sagrada comida del domingo.

Llegó antes de las dos, sabía que su madre era excesivamente puntual, incluso llamaba los invitados a comer con una campanita a las dos en punto. El desgraciado que llegaba con un minuto de retraso iba a soportar la mirada asesina de su madre desde los aperitivos, pasando por encima de los canelones, de los postres y hasta el café final.
La mesa era, como siempre, horrorosa: una mesa larga de caoba, vieja de cien años, con sillas igualmente horrorosas, tapizadas ya varia veces. Pero su madre compró estos muebles cuando se casó y su mayor gloria era comer cada domingo para lucir esta noble compra. El mantel era de navidad, algún pequeño despiste de mama, no pasaba nada. La vajilla era increíble: porcelana de Limoges, comprada en Limoges. Su madre hizo el viaje expresamente acompañada de su padre, que estuvo llorando todo el tiempo. Pero aquí estaba la señora mesa, brillante, presumida, limpísima, impecable. Tres tenedores, tres cuchillos y tres cucharas. Copas de cristal de bohemia, magníficas. A Clara ya se le hacía la boca agua la idea de acercar a sus labios un copa de estas con un buen Chardonnay . Cerró los ojos para imaginar la escena.

-¿Clara, dime querida, que no viene Roberto contigo?

-No mama, cuanto lo siento, tuvo que ir al despacho, un asunto urgente para el lunes. Ya sabes cómo son los hombres.

-Qué pena, con las ganas que tenia de verle, ay que disgusto.

-Tranquila mama, me dijo que quizás pasaría un momento a saludarte. Sabes que él siempre está presente en todas tus comidas, no se pierde ni una.

-Si querida, siempre pensé que era el marido ideal para ti.
Una luz inquietante cruzó la mirada de color miel de Clara. Sonrió a su madre y se arregló el pelo con la mano. Noto como se le estropeó una media y se esto la irritó: no quería que nada estropeara la sagrada comida del domingo. Sería intolerable. Miro sus uñas, perfectas.
Todo el mundo se sentó en la mesa a las dos en punto. Mama había preparado el brie rebozado frito con un relleno de compota de manzana: exquisito. Clara tenía ganas de aplaudir, qué sabor, qué delicia. Se sentía como una niña delante del árbol de navidad. Los otros invitados eran sus cuñados y cuñadas, parejas sosas, aburridas y totalmente incultas: se pasaban el día viendo los programas de tele cinco. Clara no podía tolerar la incultura, la fealdad todavía pero la ausencia de cultura era insufrible. Para quitar estos pensamientos negativos, se comió tres bries rebozados .Se derretían debajo la lengua.

Mama había preparado como plato principal, un confit de pato con compota de pera (no iba a repetir con la manzana,) que era el plato preferido de toda la familia: hasta sus cuñadas sabían lo que era un confit de pato, eran unas palurdas pero mama les había dado un mínimo de cultura gastronómica.

-Mama, con los quesos, te he traído croquetas, no te las dejes.

-Uy si es verdad, que despistada soy, ahora las traigo.

Las croquetas eran pate de la tradición del domingo, mama podía pasar del pollo, que consideraba demasiado proletario para ella, pero de las croquetas no. Siempre comemos croquetas, de espinacas, de pollo, de jamón, de todo tipo. A veces las prepara ella, y se pasa dos horas en la cocina. Pero pobrecita se cansa y ahora las compra. O las traigo yo.

-Que buenas que son, increíbles! ¿Tienen un sabor especial, dónde las has comprado?

-Las hice yo, mama. Esta mañana.

-¿Pero no es carne de pollo, verdad?

-No mama, es carne de cerdo.

Irène (volviendóme Hitchkokiana)

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