Borja de las Mercedes era un ejecutivo muy estresado. Una vida dedicaba exclusivamente a ganar mucho dinero y dañar mucho a sus prójimos le llevaron al borde del quiebre mental a los 40.Tuvó una depresión profunda que le duró dos años. Se recupero gracias a un psiquiatra argentino muy competente y muy caro. Después de 450 sesiones de psicoanálisis, se curó. El psicoanalista también. El estrés ya no era más que un vago recuerdo en su mente frágil. El médico le recomendó llevar una vida tranquila. Roberto se divorció de su esposa Melisa, se despidió de sus padres, de su ático en Pedralbes y de su chalet en Puigcerda y de su mansión de Vilasar de Mar.
Borja de las Mercedes se sentía un hombre nuevo y por las calles de Barcelona respiraba un aire diferente para él: el aire del cambio.
Decidió convertirse al Budismo para encontrar la paz y la iluminación interior.
Para esto se compro la típica toga color rojo amarillo de los monjes budistas y se la puso. Nunca más volvió a ponerse un traje, a hacerse el nudo de la corbata, ni ponerse medio litro de gel en el pelo de buitre trepador.
Comenzó una nueva vida para Borja.
Fue uno de los primeros en asistir a la conferencia del Dalaï Lama cuando vino a Barcelona. Compró una entrada para estar en las primeras gradas del palacio St jordi y casi poder tocar a los asistentes del Dalaï lama. Hizo tres horas de cola bajo el sol para poder entrar. Borja era muy paciente ahora.
Luego se preparo un viaje con el Corte Ingles (pago en 45 cómodos plazos) y fue a visitar el maestro en la India donde reside en Dharamsala.
Siguió unas clases intensivas de tibetano en 20 lecciones para poder comunicarse con el maestro sin traductor, Borja siempre era un gran perfeccionista. Le dijeron que podía hablar inglés pero insistió .
Viajó al Nepal cuatro veces y al Tibet dos veces para visitar el Monasterio de Lhasa, tan cerca del cielo. Para llegar al Monasterio había que subir andando durante 3 días y 3 noches unas escaleras abruptas que le hicieron perder 15 kilos y mucha energía pero no la fe. Todo con tal de conseguir la iluminación.
A su vuelta a Barcelona decidió seguir las escuelas de Mahayana, de Theravada y de Vajrayana. Se compro lotes de libros sobre estas escuelas en la Casa del Libro en versión original tibetana.
Se fue a China para admirar la estatua más grande del mundo de Buda, en las montañas sagradas. Se quedó allí 2 semanas para ayudar a una ONG que se ocupaba de los niños huérfanos tibetanos. A su vuelta a Barcelona decidió ir cada semana iba a la casa del Tibet de la calle Rosellón a conversar con un monje tibetano. En versión original, por supuesto.
Borja solía Practicar meditación media hora cada día en solitario y con su pez llamado “iluminado”. Se sabía de memoria la historia de Siddharta Gautama y su conversión. Todo con tal de conseguir la iluminación.
Dominaba el arte de la compasión para prepararse al sufrimiento. Cada vez que veía sufrir una persona, le proporcionaba ayuda, consuelo y mucho amor. Borja no sabía lo que era el amor hasta ahora.
La gente se lo agradecía y le saludaban como a un futuro maestro.
El Dharma no tenía secretos para él.
Borja estudiaba cada día en la Biblioteca las tres joyas, pilares del Budismo: el Buda, el Dharma y Sangha.
Sabía perfectamente que el karma señalaba que todos nuestros actos tienen consecuencias.
Los actos positivos tenían consecuencias positivas. Cada día hacia lo máximo para que todos sus actos fueron positivos. Hasta en el momento de cepillarse los dientes, intentaba hacerlo de manera positiva.
Los domingos dibujaba de rodillas en el suelo unos mandalas magníficos a base de arena de color, sabiendo lo efímero de este arte. Cuando soplaba el viento, adiós al mandala. Borja lo volvía a dibujar .Otra y otra vez. Así ocupaba Borja sus domingos. Todo con tal de conseguir la iluminación.
Su fe era intensa y eterna, creía en la reencarnación del alma tal como lo proclamó su maestro Buda.
La práctica de la meditación le obligaba a aprender a hacer abstracción de todos los parásitos mentales.
Meditaba cada día, hacia cada día ofrendas a la estatua de Buda que tenía puesta en una mesita pequeña, con una vela encendida: le dejaba flores, chocolate, azúcar y galletas.
Pero Borja no calculó bien el precio de su fe. Un día, le monje tibetano que hablaba con el cada día encontró a Borja, estirado en el suelo, muerto.
-¿Pero que pudo provocarle este infarto? Preguntaba la gente.
-El estrés, contestó el forense
Borja murió sin encontrar la iluminación.
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